El Andariego.
Jhony Gallego
La tarde es arropada por la oscuridad, una leve
llovizna empieza a caer y levantar el polvo en las calles del pueblo.
Voy
caminando en dirección a la casa que he habitado por los últimos dos meses en
este pueblo fantasmal. Al recorrer sus calles, pareciera que los recuerdos de
la barbarie todavía están, como
escondidos, en los gritos salvajes de miles de condenados indígenas,
exterminados bajo el poder de la espalda.
Trato de
levantar mis hombros con el único objeto de que el viento no apuñale mis
orejas. A lo lejos observo la grisácea y distante montaña que hay más allá del
río que surca el pueblo. Reparo en una pequeña fogata -que la distancia me
indica que no debe ser tan pequeña como me lo parece-, que no se apaga, a pesar
de que la lluvia que ha parecido desplomarse
en toda la cordillera.
Quiero llegar a casa, sentir un poco de
calor. Mis pensamientos están en mis
pies mojados, en mi invariable soledad en estas cordilleras cafeteras, en esta
necesidad de recolectar café de finca en finca, como espíritu errante que no
encuentra calma y sosiego, llevo 20 años haciéndolo, martillando en mi interior
un eterno dolor de errante, causado por
las constantes desolaciones que deja la guerra en los campos de mi país.
La lluvia
aumenta estrepitosamente, el crujido de las gotas y el sonido de los
techos de lata hace más lóbrego el camino. Pienso en todos los pueblos donde he
estado, se rebosan las estampitas de los
paisajes que he llevado conmigo, en recuerdos obsoletos de vagabundos errajes
tras las sierras de la monumental cordillera.
El zumbido de los murciélagos por la oscura carretera y esa eterna
necesidad de sentir siempre una obscura presencia tras mi paso intranquilizan
un poco mi camino.
No
puedes hacer nada ante lo irremediable por más absurdo, grotesco o feliz que
pueda parecer, porque los presagios no se pueden escuchar, incluso ni adivinar,
sino hasta cuándo las cosas han sucedido y la mirada hacia atrás queda como el
enorme vacío que se nos puso ante los designios de la vida.
La
lluvia sigue irascible. Empieza a galopar fuertemente por los cielos de esta
cordillera y a formar pequeños charcos en el camino.
Mientras
estos pensamientos discurren por mi cabeza, trato de apurar el paso y encontrar alguna de
esas caseticas que aparecen a las orillas de las carreteras, quizá con el único
objeto de que los que caminan en la noche, las puedan usar para guarecerse de
la lluvia. Es cuando a lo lejos descubro la primera de ellas.
Solo encuentro que hay dos personas, de las cuales me percato de
que una es un militar; parece ser uno de esos soldados que huyó de la tantas
guerras que han dejado arruinadas la
poblaciones de la región, sus ropas desgarradas y su mirada de angustia parecen
confirmármelo.
El otro
parece ser un campesino del lugar, todo esto lo intuyo por la conversación que
sin desear he debido escuchar:
Si es bien extraño como están los climas –comenzó a hablar el hombre de rasgos militares, mirándome extrañado, percatándose que acababa de llegar-, mire hoy nada más, hizo un sol luminoso y no había ni una nube sobre el cielo y ahora cae un aguacero de portentoso aliento.
El campesino que lo acompaña, parece aprobar
con una mirada que abarca todo lo que desde su posición se puede ver. No hay esperanza
de escampar rápido, pero la creencia
indica que cuando más fuerte llueve más rápido escampa.
El soldado entonces vuelve a retomar el hilo de
su narración:
-Lo único que yo vine acá fue a cumplir con una
misión exclusiva de acabar con el motín y la huelga, pero estos montañeros de mierda, han
opuesto una gran resistencia, al principio no entendí lo que en realidad
ocurría. A pesar de que no tienen armas poderosas, no los han podido controlar.
El otro hombre abre sus ojos en señal de
admiración por los escuetos sucesos que hasta acá se habían narrado, pero su
intriga, amainada por la lluvia que no cesaba, le alentaron a preguntar:
Y es que… ¿qué es lo que ha pasado? A este
pueblo llegan algunos chismes, pero usted sabe que en pueblos como estos,
uno no debe de andarse confiando mucho
en las habladurías y más cuando estas han dejado tantas enemistades y desastres
en familias completas.
-Pues no lo va usted a creer. Como le había
dicho yo vine acá por una misión desde
el comando central del Ejército, una decisión que fue tomada desde la capital. Nuestro
objetivo era disolver una huelga cafetera que los campesinos del pueblo próximo habían provocado. Desembarcamos
en la Plaza principal, al principio creímos que solo eran unos cuantos hombres…
con unos machetes… pero al llegar a las verdeas donde se realizaba el
paro, nos dimos cuenta que habían familias enteras a lo largo de las carreteras
con sus caras cubiertas por trapos y con machete al cinto, en actitud
completamente desafiante ante nosotros, que somos dizque la autoridad.
<< No fue sino desembarcar, para que de
todos los rincones del monte y de los paupérrimos minifundios, salieran indios
y campesinos mestizos con machetes y todo tipo de herramientas, se ubicaron
frente a nosotros; de pronto uno de ellos, quien al parecer era el líder o el
vocero de los manifestantes se acercó ante el sargento que comandaba nuestro
grupo, sostuvieron una breve discusión, monótona, como de rutina, luego se retiró
y junto a él empezaron a desparecer todos los que con sus machetes y azadones
venían a darnos la bienvenida al lugar.
<< El sargento se dirigió a nosotros…
El
hombre interrumpe su relato y se trata de percatar perfectamente que tipo de persona
parezco ser, desvío mi mirada que se apoya en los lúgubres relámpagos que
despide la tormentosa noche. Nuevamente el militar inicia su relato.
<< La orden era que los campesinos
salieran de las fincas cafeteras en las cuales estaban realizando su protesta,
pues eran propiedad pública y estaba
siendo invadida. El campesino con el que había sostenido la breve conversa le
aseveraba que ellos de ahí no se marchaban ni por el hijueputa.
<<
Hicimos nuestro campamento, esa noche no hubo novedad, incluso al amanecer
nos dimos cuenta que los manifestantes se habían retirado, al parecer nuestra
labor había culminado. La orden era permanecer.
<<
Muy entrada la noche de ese día –eso que le relato sucedió hace dos días-,
fuimos llamados a comisión en la cabecera municipal, lo que sucedió fue
que la multitud había descendido de las
montañas hacia el pueblo, había incendiado las oficinas, el comando de policía
y las casa de las principales y más ostentosas familias.
<<
Al llegar al pueblo no pudimos contener la oleada de disturbios, saqueos,
incendios y desorden en que se encontraban las calles. El comando de policía,
los almacenes, el palacio municipal y las suntuosas mansiones de los finqueros
estaban al servicio de los campesinos, que con sus caras endemoniadas atravesaban
como orates las calles del pueblo.
<< Lo primero que hicimos fue tomarnos el
comando de policía, allí estaban heridos y como molidos por piedras -por las
señales que sus cuerpos mostraban- los agentes del lugar, al saber de nuestra
presencia los campesinos se escondieron, pero en la madrugada volvieron a
arremeter…
Los ojos del militar parecían estar viendo
nuevamente esas escenas… miró hacia el piso con los ojos extraviados en el
pasado remoto del horror.
<<
Es por eso que no soporté tanto
dolor a mi alrededor y me fugué, sí, lo sé, esto es un delito, deben andar
buscándome, pero aquí estoy de frente ante lo que pueda ser de mí. Esta
profesión no parece tener recompensa, uno deja su esposa, sus hijos… para quizá
nunca más volver… y ver tantos niños con ese ardor en la mirada, esa rabia incomprendida
y heredada que ya nada parece justificar, ese dolor, muerte, miseria, hambre,
pobreza, hambre… Esos ojos que eran capaces de asesinar por un poco de comida,
de agarrar un machete y emprender la huida a los montes a preparar el gran
asalto.
<<
Eso fue esta misma madrugada, no pensáramos que fueran tantos. Apenas tuve
la oportunidad me escapé, en el camino sentí un vértigo indescriptible, era
como si… como si… Usted de pronto nunca habrá sentido esta extraña sensación,
era como sentir que la vida se me podía ir en el siguiente instante… no
recuerdo nada más.
<<
Desperté en una bonita y acogedora casita campesina, con un millón de
orquídeas de todos los colores, la verdad era un lugar encantador y maravilloso,
a tal punto que creí que en
realidad me encontraba en el cielo.
<< Los campesinos me dijeron que había
sido recogido en el camino que comunica estos dos pueblos;
me dieron de comer y me explicaron por qué se había producido la turba.
En ese instante miré al soldado, su desvencijado
rostro advertía una secuela que por
mucho tiempo parecía que lo iba a acompañar, el horro de la guerra, la suciedad
del conflicto legitimado de la muerte, los campos que fértiles y con altas
dosis de despilfarro de alimentos
engalanan tan esplendorosos paisajes, en contraste del hambre, que allí habita con su amante la predilecta, la ignorancia,
acechando esa hambruna de espíritu, de vida y gozo. Y los ricos en sus fincas, degustando la
comida que se ganan con el dolor de un trabajo y una vida condenada al cafetal.
Pareció tartamudear al continuar su relato, a
esta altura, la lluvia había disminuido un poco, pero aún era copiosa, además
no quería irme sin satisfacer mi curiosidad, que ya había sido afrentada.
<< Lo que ocurrió en ese pueblo
–prosiguió-, aunque pueda parecerle a usted normal, habiéndome dicho cómo se maneja la política en este lugar… no
fue nada que la imaginación no pudiera recrear.
Al parecer ya el campesino había hablado y
explicado ciertas cosas del modus vivendi del lugar, quizá perturbado por los
fantasmas que le perseguían, aquel soldado pensó que la turba podría también
invadir aquel pueblo donde se hallaba medio ocultado de sus excompañeros
militares.
Mire, allá sucedía igual –continuo diciendo-, hacía
poco menos de un año que había llegado un alcalde que habían enviado desde la
capital del departamento, por que el anterior había fallecido a manos de la
guerrilla, o al menos eso era lo que todo el mundo decía. Dicho personaje había
llegado al pueblo y había establecido una serie de impuestos, la verdad
bastante vergonzantes, en primer lugar empezó por cobrar impuesto a las putas
de los dos cabarets que hay en el pueblo, luego a los chicos que venden sus
frituras en la plaza los días de mercado, la cosa llego a tal punto que el
mismo cura había cerrado la iglesia por que la constante extorsión
legítimamente impuesta por el alcalde, lo ahogaba económicamente, y como la
iglesia obra más por negocio que por necesidad espiritual, el curita tuvo que cerrar
el chuzo. Los campesinos debía pagar hasta la mitad del venta de los huevos y
leche que producían sus animales, por otro lado los grandes terratenientes
–quienes veían ante este fenómeno la posibilidad de comprar esos predios, ofrecían
míseras sumas por los prósperos terrenos, que ante las deudas y la calamitosa
necesidad de sobrevivir, tenían que ser vendidas.
Aquello parecía se runa estrategia ya planeada,
pensé.
<<
Algunos de esos campesinos se quedaron -hizo un corto silencio-, esos
fueron los que comenzaron la huelga que me trajo a esta tierras montañosas. El
incendio continúa, mírelo, es esa fogatica que se ve allá lejos.
Aquel hombre parecía del Caribe, no solo por el
acento de su vos, sino por su
desmesurado porte de hombre de tierra caliente. Miré la fogata que tanto
me había inquietado, ahora ya conocía de que se trataba.
El aguacero había menguado, las nubes seguían
cobijando el pueblo. Reinicié mi camino con un remolino de imágenes, recuerdos
de mi vida, el paso por otros tantos lugares
como este y la historia que había escuchado, acribillaban mi cabeza,
remordimientos, dolores y penas ajenas me laceraban el alma.
Llegue a casa con mis atiborrados pensamientos,
me despoje de las mojas botas y me tendí en la cama, sin reparar en nada más
que en mi imperiosa necesidad de descansar.
Eso día no desperté sino hasta muy entrada la
tarde, empezaba a oscurecer. Había perdido un día de trabajo en el cafetal, eso
no importaba tanto como un camión colmado de uniformados que desembarcaban en
el pueblo, mire entonces a la montaña y con expectante jubilo vi como una enorme masa de campesinos
se dirigía hacia acá, con sus antorchas encendidas en medio de la trémula noche
que se avecinaba.
nueva vesión:
nueva vesión:
El Andariego
Jhony
Galelgo (Mándrágora)
La oscuridad
arropa la tarde mientras una leve llovizna empieza a caer y el polvo se levanta
en las calles del pueblo. Voy caminando en dirección a la casa que he habitado
los últimos dos meses en este pueblo fantasmal. Al recorrer sus calles, parece que
los recuerdos de la barbarie todavía están escondidos en los gritos salvajes de
los tal vez miles de condenados indígenas, exterminados bajo el poder de la
espalda.
Trato de
levantar mis hombros para que el viento no congele mis orejas. A lo lejos observo
la gris montaña ubicada más allá del río que surca el pueblo. Reparo en una diminuta
fogata, la distancia me indica no ser tan pequeña como parece. No se apaga a pesar
de la lluvia, que parece desplomarse en
toda la cordillera.
Quiero
llegar a casa y sentir un poco de calor. Mis pensamientos los ocupan mis pies
mojados, mi invariable soledad en estas cordilleras cafeteras, mi urgente
necesidad de recolectar café de finca en finca, como espíritu errante, que no
encuentra calma ni sosiego. Llevo veinte años haciéndolo, como si en mi interior
martillara un eterno dolor de errante, causado por las constantes desolaciones
que deja la guerra en los campos de mi país.
La
lluvia aumenta y ahora cae estrepitosamente. El sonido de las gotas y el crujido
de los techos de lata hacen más lóbrego el camino. Pienso en todos los pueblos
donde he estado. Se rebosan las estampitas de los paisajes que he llevado
conmigo en recuerdos de viajes tras las sierras de la cordillera. El zumbido de
los murciélagos, por la carretera, y esa eterna necesidad de sentir siempre una
oscura presencia tras de mi paso, intranquiliza un poco mi camino. No puedes
hacer nada ante lo irremediable, por más absurdo, grotesco o feliz que pueda
parecer, porque los presagios no se pueden escuchar ni adivinar, sino hasta
cuándo las cosas han sucedido y la mirada echada hacia atrás queda como el
enorme vacío que se nos puso ante los designios de la vida. La lluvia sigue
irascible. Continúa galopando con fortaleza por los cielos de esta cordillera,
formando pequeños charcos en la calle.
Mientras
estos pensamientos discurren por mi cabeza, trato de apurar el paso para
encontrar alguna de esas caseticas que aparecen a las orillas de las carreteras,
quizá con el único fin de que los que caminantes nocturnos las puedan usar para
guarecerse de la lluvia. A lo lejos
descubro la primera, veo que hay dos personas, una de las cuales me percato que
es un militar. Parece ser uno de esos soldados que huyó de la tantas guerras
que han dejado arruinadas las poblaciones de la región, sus ropas desgarradas y
su mirada de angustia parecen confirmármelo. El otro parece ser un campesino
del lugar. Todo esto lo intuyo por la conversación que sin desear he debido
escuchar:
-Sí es
bien extraño como están los climas- comenzó a hablar el hombre de rasgos
militares, mirándome extrañado, percatándose de que acababa de llegar. -Mire, hoy nada más, hizo un sol luminoso y no
había ni una nube sobre el cielo y ahora cae un aguacero de portentoso aliento.-
El campesino que lo acompaña, parece aprobar con una mirada que abarca todo lo
que desde su posición se puede ver. No hay esperanza de que escampe rápido,
pero la creencia indica que cuando más fuerte llueve más rápido escampa.
El
soldado, entonces, vuelve a retomar el hilo de su narración:
- Lo
único para lo que yo vine acá fue a cumplir con la misión exclusiva de acabar
con el motín y la huelga, pero estos montañeros de mierda han puesto una gran resistencia.
Al principio no entendí lo que en realidad ocurría. A pesar de que no tienen
armas poderosas, no los hemos podido controlar.-
El otro
hombre abre sus ojos en señal de admiración, pero su intriga, amainada por la
lluvia que no cesaba, le alentó a preguntar:
-Y es
que… ¿qué es lo que ha pasado? A este pueblo llegan algunos chismes, pero usted
sabe que en pueblos como estos uno no debe de andarse confiando mucho en las
habladurías, más cuando stas han dejado tantas enemistades y desastres en
familias completas.-
-Pues no
lo va usted a creer. Como le había dicho yo vine acá por una misión desde el
comando central del Ejército. Una decisión que fue tomada desde la capital. Nuestro
objetivo era disolver una huelga cafetera que los campesinos del pueblo próximo
habían provocado. Desembarcamos en la plaza principal. Al principio creímos que
solo eran unos cuantos hombres… con unos machetes… pero al llegar a las veredas
donde se realizaba el paro nos dimos cuenta de que había familias enteras a lo
largo de las carreteras con sus caras cubiertas con trapos y con machete al
cinto, en actitud completamente desafiante ante nosotros, que somos dizque la
autoridad.
- No fue
sino desembarcar para que de todos los rincones del monte y de los paupérrimos minifundios
salieran campesinos indios y mestizos con machetes y todo tipo de herramientas.
Se ubicaron frente a nosotros. Luego, uno de ellos, quien al parecer era el
vocero de los manifestantes, se acercó al sargento que comandaba nuestro grupo,
sostuvieron una breve y rutinaria discusión, luego se retiró, y junto a él
empezaron a desparecer todos los que con sus machetes y azadones venían a
darnos la bienvenida al lugar. El sargento se dirigió a nosotros…
El
hombre interrumpe su relato y trata de percatarse perfectamente qué tipo de persona
parezco ser. Desvío la mirada que busca los relámpagos que despide la
tormentosa noche. Nuevamente el militar inicia su relato.
—La
orden era que los campesinos salieran de las fincas cafeteras en las cuales
estaban realizando su protesta, pues eran propiedad privada y estaba siendo
invadida. El campesino con el que había sostenido la breve conversa le
aseveraba que ellos de ahí no se marchaban ni por el putas. Hicimos nuestro
campamento. Esa noche no hubo novedad. Incluso al amanecer nos dimos cuenta de que
los manifestantes se habían retirado. Al parecer nuestra labor había culminado.
La orden era permanecer.
- Muy
entrada la noche de ese día -relato sucedió hace dos días- fuimos llamados a
comisión en la cabecera municipal. Lo que sucedió fue que la multitud había
descendido de las montañas hacia el pueblo, habían incendiado las oficinas, el
comando de policía y las casas de las principales y más ostentosas familias. Al
llegar al pueblo no pudimos contener la oleada de disturbios, saqueos y
desorden en que se encontraban las calles. El comando de policía, los
almacenes, el Palacio Municipal y las suntuosas mansiones de los finqueros estaban
al servicio de los campesinos, que con sus caras endemoniadas atravesaban como orates
las calles del pueblo.
- Lo
primero que hicimos fue tomarnos el comando de policía. Allí los agentes del
lugar estaban heridos y molidos por las piedras Al enterarse de nuestra
presencia los campesinos se escondieron, pero en la madrugada volvieron a
arremeter…
Los ojos
del militar parecían estar viendo nuevamente esas escenas. Miró hacia el piso
con los ojos extraviados en el pasado reciente del horror.
- Es por
eso que no soporté tanto dolor a mi alrededor y me fugué. Sí, lo sé… es un delito,
deben andar buscándome, pero aquí estoy de frente ante lo que pueda ser de mí.
Esta profesión no parece tener recompensa. Uno deja a la esposa, los hijos… para, quizá, nunca más volver… Y
ver tantos niños con ese ardor en la mirada, esa rabia incomprendida y heredada
que ya nada parece justificar. Esos ojos que eran capaces de asesinar por un
poco de comida, de agarrar un machete y emprender la huida a los montes a
preparar el gran asalto.
- Eso ocurrió
esta misma madrugada. No pensamos que fueran tantos. Apenas tuve la oportunidad
me escapé. En el camino sentí un vértigo indescriptible, era como si… como si…
Usted, de pronto, nunca habrá sentido esta extraña sensación. Era como sentir
que la vida se me podía ir en el siguiente instante… No recuerdo nada más.
-Desperté
en una bonita y acogedora casita campesina, con cantidades de orquídeas de
todos los colores. Era un lugar encantador y maravilloso, a tal punto que creí
que en realidad me encontraba en el cielo. Los campesinos me dijeron que había
sido recogido en el camino que comunica estos dos pueblos. Me dieron de comer y
me explicaron porqué se había producido la turba.
En ese
instante miré al soldado. Su desencajado rostro advertía un efecto que por
mucho tiempo habrá de acompañar: el
horror de la guerra, la suciedad del conflicto legitimado de la muerte, los
campos que, fértiles y con altas dosis de despilfarro de alimentos, engalanan
tan esplendorosos paisajes, en contraste con el hambre, que allí habita con su
amante predilecta: la ignorancia, acechando esa hambruna de espíritu, de vida y
gozo. Y los ricos en sus fincas degustando la comida que se ganan con el dolor
de un trabajo y una vida condenada al cafetal.
El soldado
tartamudeó al continuar su relato. A estas alturas, la lluvia había disminuido,
pero aún era copiosa. Además no quería irme sin satisfacer mi curiosidad, que
ya había sido despertada.
-Lo que ocurrió
en ese pueblo -prosiguió-, aunque pueda parecerle a usted normal, habiéndome
dicho cómo se maneja la política en este lugar, no fue nada que la imaginación
no pudiera recrear.
Al parecer
ya el campesino había hablado y explicado ciertas cosas de la forma en que se
vivía en el lugar. Quizá perturbado por los fantasmas que le perseguían, aquel
soldado pensó que la turba podría también invadir aquel pueblo donde se hallaba,
medio oculto de sus excompañeros.
-Mire,
allá sucedía igual -continúo diciendo-. Hacía poco menos de un año que había
llegado un Alcalde, enviado desde la capital del departamento, ya que el
anterior había sido asesinado por la guerrilla, o al menos eso era lo que todo
el mundo decía. Dicho personaje había llegado al pueblo, estableciendo una
serie de impuestos, la verdad, bastante vergonzantes. En primer lugar empezó
por cobrar impuesto a las putas de los dos cabarets que hay en el pueblo. Luego
a los chicos que venden sus frituras en la plaza los días de mercado. La cosa
llegó a tal punto que el mismo Cura había cerrado la Iglesia porque la
constante extorsión, legítimamente impuesta por el Alcalde, lo ahogaba económicamente.
Y como la Iglesia funciona más por negocio que por necesidad espiritual, el curita
tuvo que cerrar. Los campesinos debían pagar en impuestos hasta la mitad de la
venta de los huevos y leche que producían sus animales. Por otro lado, los
grandes terratenientes, que veían ante este fenómeno la posibilidad de comprar
esos predios, ofrecían míseras sumas por los prósperos terrenos, que, ante las
deudas y la calamitosa necesidad de sobrevivir, tenían que ser vendidas.
Aquello
parecía ser una estrategia ya planeada, pensé.
-Algunos
de esos campesinos se quedaron -hizo un corto silencio-. Esos fueron los que
comenzaron la huelga que me trajo a estas tierras montañosas. El incendio
continúa, mírelo, es esa fogatica que se ve allá lejos.
Aquel
hombre parecía del Caribe, no solo por el acento de su vos, sino por su desmesurado
porte de hombre de tierra caliente. Miré la fogata que tanto me había
inquietado. Ahora ya conocía de qué se trataba. El aguacero había menguado, las
nubes seguían cobijando el pueblo. Reinicié mi camino con un remolino de imágenes,
recuerdos de mi vida acribillaban mi cabeza; remordimientos, dolores y penas
ajenas me laceraban el alma.
Llegué a
casa con mis pensamientos. Me despojé de las mojadas botas y me tendí en la
cama, sin reparar en nada más que en mi imperiosa necesidad de descansar.
Ese día
no desperté sino hasta muy entrada la tarde. Empezaba a oscurecer. Había
perdido un día de trabajo en el cafetal, eso no importaba tanto como lo que
ahora presenciaban mis ojos: un camión colmado de uniformados que desembarcaban
en el pueblo. Miré, entonces, a la montaña y con expectante júbilo vi cómo una
enorme masa de campesinos se dirigía hacia acá con sus antorchas encendidas en
medio de la trémula noche que se avecinaba.
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