AURELIANO
O DEL DERECHO A NO QUERERSE
O DEL DERECHO A NO QUERERSE
Después de mirar el desaliento gris de la tarde, encendía la radio
para escuchar parodias a personajes del ámbito político del país donde imitaban
sus voces y personificaban
sus insensateces, que solo podrían tener lugar en el edén del realismo mágico. Al
fondo en la montaña, donde nacía el agua, escuchaba el canto de la gallina
ciega y el estremecer huraño del currucutú entre el susurrar de las chicharras.
El pueblo empezaba a oscurecer abajo y las luces del alumbrado público se iban encendiendo
de a poco, como si unas olas de minúsculas hormiguitas brillantes fuesen
creando una pequeña alfombra en el manto oscuro de la montaña. El paisaje
duraba solo unos breves minutos, mientras de las oficinas y cafés salían los
últimos clientes y empleados. Luego todo quedaba al albedrío del apagón.
A las diez, cuando el fluido eléctrico regresaba, preparaba un
poco de café y salía oliendo el vaporcillo que salía de la taza mirando la
monumental cordillera con sus pliegues en medio de la noche mientras la luna recién
aparecía. Los días sin luna no salía. Y eso lo sabía con exactitud porque
desde que recuerda, siempre, en todas las 32 guerras que libró, se acompañó de
un almanaque Bristol que le servía de oráculo para sus ofensivas militares. Tomaba
el café como los Buendía: negro, oscuro y sin azúcar, se sentaba en el canapé
de guadua, arrastraba la mesilla con su Olivetti y comenzaba el campaneo de las
teclas como quitándole mística al ruido que los animales de la noche hacían
fuera de la casa. En esa labor estremecía su alma hasta que las primeras luces
del amanecer chocaban contra su cara. En medio de los baches propios
de la escritura le llegaban sonidose imágenes de la barbarie anterior, de
la que había huido.
Sus buenos modales y el uso casi hipnótico de su voz le habían hecho un lugar
no solo entre la cordillera sino en el corazón de sus escasos vecinos. Nadie
en el pueblo podría creer que por su mano se firmaron treinta y dos guerras,
todas ellas perdidas y que sus últimos días los había pasado en la casa de sus
padres, con la gloria ardiendo en la hoguera, pero con una tranquilidad tal que
le permitió hacer más de tres mil pescaditos de oro–uno por cada obrero
masacrado en las bananeras- con los que había sobrevivido hasta estos tiempos,
casi un siglo después de la gran guerra civil de los mil días. Una noche, en medio de los
combates y del calor de su concubina de turno (porque “era bueno llevarle al coronel
mujeres para engendrarlas y así mejorar la raza”), empezó a
escribir poemas a ese edén paradisíaco de cuya primera experiencia quedó el
recuerdo del momento glacial en que su padre lo llevó a conocer aquel pedazo de
piedra fría que le quemaba las manos y asustaba el felino coraje de su hermano
mayor. Luego, en medio de las guerras y de las huidas de campamentos furtivos,
sus poemas empezaron a tener un tinte político y (a veces) parecían más ensayos
que versos decimónonicos. Luego empezó a escribirle a las mujeres que había
dejado y de las que creyó haberse enamorado. Pero la guerra no da tiempo
para esas cosas y cuando se daba cuenta de que se había sentido enamorado de
alguna de ellas, inmediatamente se le tenía que pasar la traga, porque la mujer
había quedado a varios cientos de millas, y así era siempre.
La última
guerra que había enfrentado fue consigo mismo: cuando supo que la mafia tenía
de rodillas al Estado y saber que no
podía armar otra guerra lo llenó de frustración y fiebres durante más de dos
años y le volvieron a aparecer golondrinas en los sobacos;finalmente logró
recuperarse al comprender –con mucho dolor- que en este país nunca se acabarán
las ratas y que las cucarachas, al igual que los jefes de su partido, nunca
extinguirían su progenie, ni con una bomba nuclear. Todo el mundo está jodido,
decía.
Había llegado a las montañas de Antioquia luego de andar los
litorales y los llanos orientales de los que siempre (antes de conocer)
concibió como un eterno atardecer que dejaba un manchón como de gloria en el
firmamento. Nunca fue a la capital ni a su altiplano porque comprendía que allí
vivía la gente que se seguían creyendo blancos puros y regían los dominios del
país a sus antojos. La única diferencia entre godos y liberales (dijo alguna
vez) es que unos van a misa de cinco y los otros a la de ocho. Cansado
de las promesas de su partido, ardiendo de furia de ver cómo las generaciones
de gamonales de los dos partidos aumentaban sus arcas mientras el pueblo seguía
comiendo mierda, como lo expresara un antiguo amigo suyo y que también era
coronel y que siempre esperó la pensión vitalicia que ofrecía el gobierno
conservador a cambio del armisticio y del que todos sabían que en el fondo
nunca iba a llegar. Decidió internarse en esa tierra anegada de montañas
y de faldas boscosas donde creció el conservatismo más radical. Será vivir entre
los enemigos (se dijo) y con los pescaditos de oro que le quedaban compró un
terreno y construyó una casa en esas colinas donde los últimos meses los había
consagrado a escribir sus memorias y poemas últimos. Si es que ese día alguna
vez habría de llegar.
Mientras la vida apacible del coronel continuaba en las montañas
de Calanchoe, Insomnia, la capital, se había convertido en una ciudad
incinerada por las bombas. Mientras el país vive una sequía histórica
acompasada de un apagón que favorece el delito, Insomnia y toda la Nación está
en mano de los hampones, algo de lo que tampoco escapa Calanchoe. Pocas veces
habla el coronel con algún vecino, pocas veces baja al pueblo, pero ha
escuchado que, en estos días de apagones, los malandrines andan al acecho:
atracando y robando en las casas, amordazando familias completas para robar la
cosecha de café; Calanchoe es un retrato minúsculo de este país, así como
Macondo; pueblo que fue y ya no es, dijo en voz seca. Su ocio le daba
tiempo para pensar, cosa que nunca antes había hecho con calma. Su vida,
comprende él ahora, siempre fue una tribulación de necesidades tontas que él se
metió en la cabeza y fue entonces cuando culpó a Melquiades. Volvió a pensar en
el vandalismo que se desataba, pensó en su situación y en los pocos pescaditos
de oro que le quedaban; a mi casa que no se metan: me los lambo de un salto o
les quemo ese fundillo, pensó. Los pescaditos hacía mucho tiempo no los
truequeaba, no solo porque pensaran en el pueblo que ese viejo podría tener una
guaca en su casa y de pronto algún día despertar muerto a mano de los ladrones,
sino porque en este pueblo de godos, como decía él, nada raro que den conmigo y
les dé por someterme a algún tribunal de esos que hay ahora, donde buscan los
culpables del pasado para tapar las trampas del presente.
Para el coronel, la vida del país era como una historieta, por lo
cómica; a veces le parecía un abismo por lo irónica, a veces una pesadilla, por
lo trágica y pensaba que esta edad sin tiempo que la había impuesto Melquíades
era un karma para su falta de amor propio, al igual que todo el dolor de
sus diecisiete hijos muertos, del destino de la familia y del pueblo por el que
alguna vez pasó a ver que había sido luego del cataclismo final y del que solo
encontró una planicie pétrea e infértil fruto de las veleidades de la United
Fruit Company. Acá no queda nada, se dijo esa vez. No se podía explicar que en
ese pálido llano se hubiera asentado uno de los pueblos más prósperos del
litoral al que cada año por el mes de marzo llegaba una tribu de gitanos con
los inventos y maravillas del mundo y donde no quedaba rastro del enorme río,
ni sus enormes piedras blancas que parecían huevos prehistóricos. Volvió de sus
recuerdos y nuevamente maldijo a Melquiades y el momento en que su padre lo
llevó a conocer el hielo. Al igual que cuando el último de los Aurelianos
estaba descifrando los manuscritos y empezó a recordar como si su cerebro
fuera un remolino que arrasaba con imágenes, olores, colores, ruidos y
sentencias de lo que fue su vida, de la soledad a que estuvo confinada la
familia y entonces creyó que tampoco sería bueno encontrar en Melquiades una
excusa para todo este desenlace: estaba obrando igual que lo hacía Úrsula
cuando discutía con José Arcadio Buendía y maldecía el día en que Sir Francis
Drake asaltó Riohacha. Sus recuerdos, como si fuese un narrador omnisciente que
todo lo supo desde antes de nacer (no en vano fue el primer discípulo de
Melquíades), llegaron al punto en que el ultimo Aureliano dejó de leer los
manuscritos porque entendió que todo acababa allí. Pero olvido leer la condena
a la que se había sometido el alma del Coronel de andar errante por los pueblos
viendo la miseria y el abandono al que fueron confinados por gobiernos
corruptos. Y tanta pendejada para qué, se dijo, si los pobres siguen siendo más
pobres y a esta partida de ratas nada les detiene su ambición.
Algunas noches después de estas reflexiones, tomando su café y
viendo al pueblo que regresaba del apagón, el coronel sintió un enorme alivio.
Se daba cuenta que luego de aquella noche de remembranzas algo en él había muerto:
hacía cerca de una semana que no tenía ningún pensamiento belicista ni rencoroso;
ningún odio. Quiso entonces tener a su lado alguien para conversar. Entró,
cerró su puerta y se sentó frente a la Olivetti, llevaba media página
redactada, pero nada serio que le pudiera agradar, entonces le quito la traba a
la hoja, la desenroscó de la máquina y la tiró al fuego. Mientras se quedaba
mirando cómo ardía la hoja en el arcaico fogón, alguien tocó a su puerta. Miró
por el rabillo. Un joven con cara de no ser de aquellas tierras estaba frente a
su puerta. La luna estaba imponente y por eso fue fácil verle el rostro.
Sin necesidad de apañarse de algún arma, como lo hubiera hecho una
semana antes hacía atrás, abrió la puerta y el chirrido fue como una detonación
en el silencio de la noche.
El joven le pidió posada. Pero eso ya no se usa, le dijo el
coronel Aureliano Buendía, hoy en día nadie da ni pide posada; pero entre joven, no hay problema.
Luego de servirle un poco de café y sin preguntarse por sus
nombres, el coronel habló: Oiga, hombre, sabe que hoy necesitaba hablar con
alguien. Y empezó. El joven solo escuchaba absorto como si conociera la
historia, habló tanto y tanto el coronel que no se daba cuenta cómo la cara del
joven iba tomando matiz de adulto y luego, sin darse cuenta, se había
convertido en un decrépito anciano con los dientes de oro. Era Melquíades.
No necesitó preguntarle nada. Casi que no me dejas ir, le dijo. Fue
hacia el gitano como un preso feliz por el fin de su condena. Y partieron.
Orduk Majleg
Sagsdyrk
No hay comentarios:
Publicar un comentario