Tal vez escribo por un lejano instinto de conservación, por
vanidoso temor de esfumarme completamente, de que seres y cosas que
atestiguaron mi camino de hombre lleguen a morir en mi propia muerte: la obra
sería un rastro que dejo, retazos de historia que viví y que me obligaron a
soportar; un deseo ingenuo de cambiarla.
En nosotros los latinoamericanos escribir es casi un deber
cívico y político en el mejor sentido de estas palabras, cuidando que la
protesta supere el libelo y sea literatura con seres humanos al fondo, con
situaciones y diálogos y atmósferas capaces de tocar la especie y enaltecerla,
así sea para el hundimiento.
Habría, también, un instinto de comunicación. Tal vez el mundo y
la vida se van narrando solos y nosotros somos sus oyentes, pero es bueno
contar eso que pasa en nuestra inmediatez, sería imposible dejar de contar el
gran accidente de la vida. Y como ahora los más aterradores sucesos humanos se
convierten en frías cifras de computador, el escritor va contra esas cifras si
ellas enjaulan o minimizan el hombre.
También escribo por instinto de solidaridad, por intentar ser la
voz de quienes no la tienen, por defender una concepción del mundo muy
generosa, donde muchos seres y objetos queden nombrados en tono lastimero, con
la presencia del ser que nació para ser libre y digno en su responsabilidad.
O por un instinto de la defensa, cercano al de la conservación:
cuando hay víctimas achacables a sistemas y tradiciones, a la orgía del poder y
de la indiferencia, es necesario tomar partido sin demagogia y con derecho a la
rabia, a la compasión, al amor, a la ternura.
Puede intervenir, igualmente, un instinto de la curiosidad, si
equivale a investigación creadora: saber qué hay detrás de las fachadas, de
tantas mascaras como se inventa el hombre para su engaño, o si máscaras y
fachadas conforman su razón de ser. Entonces es labor del escritor desentrañar
ese misterio, aprender a distinguir una época del escándalo de esa época, y
evitar tantas verdades estrepitosas.
“Para vivir hay que escuchar el eco de las cosas” –dicen los indios tukano;
o según como s e mire el fenómeno; también los indios nuestros decían sobre el
trueno: humanizándolo: “Verdaderamente me duele sentir cómo lo arrastran por el
cielo”. Saber, además, si las palabras alumbran el camino, e inventar un
lenguaje en que todos los hombres puedan entenderse.
¿No intervendrá, por otra parte, un instinto de lo mágico,
cuando el homo ludens sobre pasa al homo sapiens? De niño, de adolescente, y
oyendo a los narradores campesinos, me llamaba la atención cómo las palabras
podían formar hechos: es decidor que en varias mitologías el dios de la magia
sea el mismo dios del lenguaje. Todas las artes nacieron del juego mágico y la
literatura en un principio fue oración e invocación para la vieja sentencia: el
hombre es el único animal que sabe que va a morir y tiene conciencia de la
injusticia de la muerte; el único animal con la palabra y la risa y el
remordimiento.
Un cierto tipo de juego nos planteamos si deseamos descubrir.
“Para ver la realidad se necesita mucha imaginación” –dice Juan Rulfo: la
realidad no es lo que se muestra, la realidad es lo que vive debajo del hecho
que estamos mirando, pues las cosas tienden a esconderse, como las personas.
Ojalá estas afirmaciones no suenen a simple retórica, a lo mejor
todavía ignoro por qué escribo. A veces me anima un regodeo estético, el hallar
la poesía en su altura y un idioma justo para mis intenciones, mis ideas o
falta de ideas, mi pasión, mi situación en el mundo de antes, en el de ahora, y
en el que amenaza con derrumbarnos.
O simplemente escribo porque entiendo mejor los fenómenos al
irlos describiendo; por entusiasmo ante la vida en rito de celebración, como si
fuera una fiesta donde nos extasiamos y nos desesperamos en todos los sentidos,
y algunos más que van inventando los días a quien sabe mirar el viento y el
árbol y el agua, el amor y la muerte y la estrella más cercana
Pero más allá de esta inútil pregunta, creo que escribo por un
acto de soledad.
Ziruma 1986
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