Dame tu
brillo, ciudad
Breve esbozo interpretativo sobre “Dame tu canto ciudad” de Marta Quiñonez
“el artista, por definición,
aprende muy pronto a soportar la soledad
en
nombre de la creación de la obra”. C.F
Cuando Borís Abramovich Ansky[1]
descubrió que su carrera literaria irremediablemente lo llevaría al suicidio o
a cometer una locura semejante, tuvo que aceptar la insensatez de su
destino y el delirio que produce amparar la existencia bajo cualquier
ideología; sus cuentos, que en otrora fueron un fenómeno literario para la
revolución rusa lo habían ido apartando un poco del partido, un poco de la vida
social moscovita y un poco de los amigos intelectuales con los que frecuentaba
tertulias; decidió volver al cantón polaco de donde había salido siguiendo las
ideas comunistas y regresar allí, para luego, en una empalizada construida por
su padre para esconderse de los sabuesos que sabría irían en su búsqueda, hacer
memoria de su existencia. Recopiló toda
su vida en las páginas de un cuaderno que algunos años más tarde el soldado
Hans Reiter habría de encontrar y cuyo material fue el insumo que el joven
prusiano requería para convertirse en escritor; lejos de la urbe rusa, Amsky
había dedicado esta escritura a desentrañar el ocaso y alba de su vida,
escribiéndolo casi todo de un tirón, descansando apenas cuando el sueño vencía
el mundo de apariencia y realidad que gobernaba sus días después de todas las
locuras vividas durante la Segunda Gran Guerra y en medio de la revolución
rusa.
Quizá por eso mismo, Marta Quiñonez, ha
comprendido que en este país, en nombre de la buena moral, la paz y las
libertades sociales, se han cometido bastantes atropellos. Atropellos que el
poeta siente cabalgar por su alma y trepar por su piel para depositarse en la
cabeza, poner en letras toda esa putería que se carga cuando la insensatez de
nuestros gobernantes imposibilita nuestros sueños y vuelve austera la
existencia. En su obra “Dame tu canto
ciudad”, Medellín parece un río rojo por donde corre poesía de horror, por su
apariencia bermeja podríamos creer que se trata de sangre, pero luego
aprendemos que no solo puede ser sangre, también puede ser el reflejo del sol de los atardeceres
veraniegos, cuando el firmamento parece incendiarse en el epilogo o inicio del
día. La ciudad es la misma aldea de terror que a la vez invita a fantasear, a creer en hadas o superhéroes
y no solo en asesinos y malvados; es la ciudad de Pablo Escobar, la misma a la
que cantó Gonzalo y José Manuel Arango. No podemos tratar de encontrar en esta
obra una apología política o social enfrascada en un discurso onírico; la
poesía es ante todo pasión, pasión de contar los fenómenos que transcurren
mientras nuestra mirada se ocupa de otras cosas, solo podemos saber que los habitantes de Medellín, sin excepción
alguna, podrían recitar: Siento en mi
adentro/una ciudad enternecida/vibrante/en su luz/en su ceguera. Seguimos
ciegos pero no de obnubilación, sino de tragedia, Una tristeza vagabunda/ un desanimo de amor citadino. Quizá al
igual que Amsky, Marta quisiera estar al lado de su mar natal y escribir allí,
pero la velocidad de esta ciudad la atrapan y le dan a su mirada provinciana la
sensación del ser humano que es capaz de devastarlo todo, ella que bien conoce
que Uno se va agotando/de ser mujer o de
ser hombre/urbano y ve El hombre como depredador del mundo y el
poeta de la palabra. Tampoco intentaremos dilucidar cómo le impregno a Marta
la trascendencia o sensación de vivir en
la zona noroccidental, en esa precisa éopoca,
los comienzos juveniles de una mujer rebelde y con retos; ella dice que su
nombre es canto de guerra y amor, dos polaridades luchando al interior de un
ser humano, teniendo la noche como espacio de la locura y el ensueño, de la
muerte y la angustia, su propósito parece ser arrebatarle el delirio a lo real y afincarle
un poco de locura a la tragedia, por eso La
calleja soñolienta/ se impone a la vista de los insomnes. Ella, noctámbula
por naturaleza, se reconoce en la soledad y silencio de la noche, ese silencio
que tanto le inquieta y al que le cuesta llegar en medio de las atrocidades y
epifanías que rondan su cabeza. Ella
sabe muy bien, como lo saben los poetas de carne y hueso, aquellos que crearon su obra a la intemperie, que la noche avanza/sobre un rostro/ que adivino
el mío. Tal vez porque en la noche el poeta se encuentra con su verdadero
rostro. Pero en ella, al igual que en Amsky le sucedía con Rusia, los campos y
ciudades de este país amnésico sacuden
sus emociones, es cuando el oficio le
pide a gritos darle a eso que sabe hacer, y escribe cosas tan de ella como tan
de su país: Quedo/como los pueblos
fantasmas de mi patria. Y ante los fenómenos rudos de Colombia, que se han
ido normalizando porque nuestros oídos y retina se han acostumbrado, con el
paso de las noches y de las violencias que se relevan vicariamente sobre los
campos y barriadas de Colombia, a morir y desfallecer, los colombianos Nos sostenemos en un mutismo, una forma
de negar el delito que se comete con la vida ; además La sangre corre como un río/por tus calles, Marta habita la ciudad
que agoniza y la que elucubra, la que padece y la que se emociona, ambas
ciudades en una sola disputándose la perspectiva de su poesía. Tampoco nos
puede ser permitido analizar a la poeta desde una perspectiva académica. Cuando
la conocí, en la facultad de educación de mi universidad, comprendí con un solo discurso el objetivo y la búsqueda
del curso que dirigía y lo vuelvo a comprender cuando leo: Las niñas reclaman su alegría/tú Medellín/les ofrendas tu indiferencia y
Hoy no hay temor de ser/ cuando ayer/
fuimos la muerte. A los poetas solo se les puede medir con el rasero de la
carne y allí todos somos traficantes de algo, de cualquier elemento físico o etéreo que ha caminado
siempre con nosotros, un elemento trascendental desde el que definimos la vida
y nos aferramos a ella y le encontramos cierto valor a la vez que cierto
desprecio, un elemento que, finalmente, solo procura simbolizar con nosotros y
establecer un punto fijo para referenciar o nombrar el caos desde el que hemos
venido floreciendo, por ello Andamos solos en el laberinto original, le
cantamos a la ciudad y ese canto es también plegaría.
PT: Agradezco a mi profe Marta por “elegirme
como salvación de sus versos”.
Jhony Gallego (Mandrágora)
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